martes, 21 de febrero de 2012

Me tengo que ir unos días.


    Solo unos días, no más. Veréis, he estado organizando entradas para programar y así no tener que deciros esto pero la verdad es que al final estaban quedando mal, muy mal.



     El caso es que estos días tengo muchísimo trabajo fuera del blog porque tengo que entregar algunas cosas y me es imposible dedicarle tiempo y sobre todo tranquilidad a escribir reseñas. Las entradas para programar se veían apresuradas y menos trabajadas de lo que me gusta así que he decidido que para estropear libros estupendos con mis prisas mejor lo dejo para dentro de unos días.





     Seguramente la semana que viene, o la siguiente a más tardar, todo volverá a la calma y yo podré contaros mis últimas lecturas y hablaros de descubrimientos estupendos.



     Mientras, estaré pendiente del blog, por si me queréis contar algo.



     Aprovecho para animaros a participar en el sorteo que tenemos en marcha y para contaros que Byron empieza hoy su tratamiento. De camino, también para agradeceros, como siempre, la compañía y el cariño que nos habéis hecho llegar en cuanto habéis sabido que está malito. Seguro que pronto os puedo contar que ya está correteando otra vez.





     Un abrazo grande a todos y nos leemos.

lunes, 20 de febrero de 2012

¡Sorteo en el blog!

    La blogosfera está llena de sorteos actualmente y el que proponemos aquí es muy modesto comparado con otros que hay en marcha pero, aún así, creo que es la mejor manera de agradeceros vuestro apoyo y compañía.

     El blog ha cumplido un añito este mes, cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Y además, su cumpleaños coincide con el hecho de que ¡ya somos más de 100 compañeros de viaje! Muchísimas gracias, de verdad. Cuando Matilda se haga mayor es un blog que crece despacio porque no puedo dedicarle todo el tiempo que quisiera pero que me regala muchas satisfacciones y me hace sentir muy bien y eso es porque vosotros estáis ahí para acompañándome.

     En fin, pues por eso, tenía muchas ganas de hacer un sorteo y después de darle muchas vueltas he decidido que le premio será un libro divertido, para haceros sonreír.



     Hace poco os hablé de los libros de Wodehouse, de mi historia con ellos y de que había sido una de mis lecturas navideñas. Algunos de vosotros me comentasteis que no le conocíais y que no habíais leído nada de él. Otros sí lo habíais hecho y os gustaba así que, para unos y para otros, pensé que esta era una buena elección.

     ¡Tachán, tachán! ¡Hoy comienza el plazo para apuntaros al sorteo del libro De acuerdo, Jeeves! Espero que os guste y os parezca un buen premio :)

     Podéis apuntaros hasta el domingo, día 11 de marzo a las doce de la noche. El 12, lunes, pondré la lista de participantes y el 13, martes, haremos el sorteo. Esta vez no sé cómo lo haré. Como muchos ya sabéis, Byron está malito y no sé si tendrá ganas de ser pata inocente del sorteo. Si él no de anima lo haremos por medio de random.org, ¿os parece?

     Para participar sólo hay que tener una dirección postal en España, ser seguidor del blog y dejar un comentario en esta entrada diciendo que os queréis apuntar al sorteo. De este modo tenéis una participación.

     Además, si queréis participaciones extra, podéis conseguirlas de esta manera:

     Por llevar el banner a vuestro blog: 5 puntos
     Por hacer una entrada anunciando el concurso: 10 puntos.
     Por anunciar el concurso en facebook y en twitter: 2 puntos por cada uno.

     Por favor, si lo hacéis dejadme los enlaces que si no es un follón y me hago un lío tremendo comprobando.

     Pues nada, ya me diréis si os animáis a participar :)

     En fin, poco más, de nuevo, un millón de gracias todo y un abrazo muy grande.

miércoles, 15 de febrero de 2012

La hija de Robert Poste. Stella Gibbson.


    Hace tiempo que leí este libro y de pronto he caído en que no hice reseña de él, no sé porqué, la verdad, porque es genial. Pero como, por suerte, eso tiene remedio, he decidido no perder ni un minuto y ahí va mi opinión sobre él.



     Flora Poste es una joven que siempre ha vivido de manera relajada y regalada. Bien educada, sin reparar en gastos y siempre contemplada y mimada, cuando se queda huérfana debe hacer frente a la difícil decisión de qué hacer con su vida. A pesar de los consejos de su amiga más cercana, Flora decide que trabajar no es para ella y que, de momento, tampoco se plantea casarse. Así pues, opta por ir a vivir con unos parientes, hasta ahora desconocidos, en lo más profundo de la campiña británica. Una vez allí, aunque el lector va de sorpresa en sorpresa, ella, que no se achica ante nada, traza un plan muy claro de lo que será su estancia en Cold Comfort Farm y, por ende, de lo que cambiará la vida de sus habitantes con ella allí.

     Ya os imaginaréis que Flora Poste no es, precisamente, una persona tímida ni miedosa, en absoluto. Ella tiene una férrea confianza en sí misma y un desparpajo natural que la convierten en una auténtico torbellino allá por donde pasa. Pero, a pesar de eso, es capaz de llevar a cabo sus planes sin que nadie sospeche a dónde quiere llegar. Eso, unido a lo pintoresco y extravagante de la decisión que toma y el lugar a dónde va hacen que este libro sea una auténtica joyita, divertida y esperpéntica que, leída teniendo en cuenta su contexto, es una delicia.



     Nos encontramos en la primera mitad del S.XX y la protagonista de la obra, que viene del Londres más cosmopolita y estirado, choca totalmente con la vieja granja en la que se instala y claro, con todos sus habitantes, los Starkadder. Supongo que esto es lo que hace tan especial la obra, dos mundos totalmente opuesto se encuentran y lo mejor de todo, ¡consiguen convivir! Porque ella no se amilana en ningún momento, nada parece extrañarle ni sorprenderle y por supuesto, no acata ni una sola de las normas y costumbres que rigen Cold Comfort Farm.

     Por el contrario, sus parientes sí van de sorpresa en sorpresa con ella y no acaban de comprender que no le aterrorice la tía Ada Doom, que vive encerrada en su habitación gobernando desde allí a su familia y recordándoles que “vio algo sucio en leñera”, que no entienda el efecto que causa la parravirgen en todos ellos y que no se adapte a las complicadas y estrafalarias relaciones que unen a unos y a otros.

    He leído críticas en las que decían que no entendían qué tenía de especial este libro. Para mí, teniendo en cuenta la época y el contexto en que están escritos, es una obra realmente original, una crítica a su época, llena de humor (inglés, muy inglés) y de guiños al lector y en la que la autora no tiene miedo de romper normas ni ideas establecidas y nos cuenta una historia donde los disparates se suceden, siempre de forma agradable y divertida.



     Ya veis, lo pasé muy bien leyendo La hija de Robert Poste, disfrute con él y con la manera impecable de escribir de Stella Gibbson y desde luego, lo recomiendo para cualquier tarde en la que queramos enroscarnos en el sofá a deleitarnos, no solo de una buena obra, sino también de un libro cuidado hasta el detalle. Reconozcámoslo, la editorial Impedimenta consigue que nos enamoremos de sus libros desde el primer momento y se encarga de que, en general, nos cautiven por dentro y por fuera.

     Tengo pendiente Flora Poste y los artistas, ¡ya os contaré qué tal!

martes, 7 de febrero de 2012

Aniversario de Charles Dickens.


     No tenía planeada esta entrada para hoy, de hecho, el calendario del blog ya estaba hecho hacía tiempo pero, ¿cómo íbamos a dejar pasar un día tan especial? Pues sí, lo habréis visto por todas partes en la blogosfera, en Google (lindo el doodle, ¿verdad?), en la prensa... Hoy se cumplen 200 años del nacimiento de un gran escritor, que podrá gustarnos o no, pero al que le debemos historias, cuentos y fantasmas que nos han tenido entretenidos y asustados a partes iguales y que nos han enseñado mejor que nadie como era Londres en la época en que a él le tocó vivir.



      Hoy, amigos, hace 200 años que nació Charles Dickens y como a mí me gusta mucho quería dejar constancia de un pequeño, pequeñísimo homenaje. No os voy a contar su vida ni nada de eso porque podéis asomaros a mil lugares donde lo harán mucho mejor que yo (de hecho, os recomiendo que paséis por el blog de Carmen, Carmen y amigos, que ha hecho un especial maravilloso). No, como a mí lo que me gusta de Dickens son sus historias os voy a dejar dos de ellas para que las leáis y disfrutéis. Una en cada blog, son largas pero valen la pena, espero que os gusten.

 El guardavía.


-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
     Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.
     -¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
      Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.
     -¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?
     Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.
      El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.
     Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.
     Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
     Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.
     Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.
     Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.
     -¿Aquella luz está a su cargo, verdad?
     -¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.
     Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.
     Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.
     Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.
     -Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.
     -No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.
     -¿Dónde?
     Señaló la luz roja que había estado mirando.
     -¿Allí? -dije.
     Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».
     -Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.
     -Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.
     Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.
     ¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.
      Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.
     Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.
     En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.
     Al levantarme para irme dije:
     -Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.
     (Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)
     -Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.
     Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.
     -¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?
     -Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.
     -Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?
     -Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.
     -Vendré a las once.
     Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.
     -Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!
     Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».
     -Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?
     -Dios sabe -dije-, grité algo parecido...
     -No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.
     -Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.
     -¿Por ninguna otra razón?
     -¿Qué otra razón podría tener?
     -¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?
     -No.
     Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.
     A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.
     -No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?
     -Por supuesto, señor.
     -Buenas noches y aquí tiene mi mano.
     -Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.
     Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.
     -He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.
     -¿Esa equivocación?
     -No. Esa otra persona.
     -¿Quién es?
     -No lo sé.
     -¿Se parece a mí?
     -No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.
     Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».
     -Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
     -¿Dentro del túnel? -pregunté.
      -No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».
      Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.
     Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.
     Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:
     -Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.
     De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.
     -Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.
     Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.
     -¿Lo llamó?
     -No, estaba callado.
     -¿Agitaba el brazo?
     -No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.
      Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.
     -¿Se acercó usted a él?
     -Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.
     -¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?
     Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:
     -Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.
      Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.
     -Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.
     No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:
      -Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.
     -¿Junto a la luz?
     -Junto a la luz de peligro.
     -¿Y qué hace?
     El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:
     -No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.
     Me agarré a esto último:
     -¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?
     -Por dos veces.
     -Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.
      Negó con la cabeza.
     -Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.
     -¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?
     -Estaba allí.
     -¿Las dos veces?
     -Las dos veces -repitió con firmeza.
     -¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?
     Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.
     -¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.
     Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.
     -No -contestó-, no está allí.
     -De acuerdo -dije yo.
     Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.
      -A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».
     No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.
     -¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?
     Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.
     -Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?
     El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.
      -Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?
     Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.
     No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.
     Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.
     La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»
     Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.
      Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.
      -¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.
     -Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.
     -¿No sería el que trabajaba en esa caseta?
     -Sí, señor.
    -¿No el que yo conozco?
     -Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.
      -Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.
      -Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
     El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:
     -Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.
     -¿Qué dijo usted?
     -¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!
     Me sobresalté.
     -Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.
     Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.
FIN 


¡Feliz aniversario, Charles Dickens y gracias por tanto!


jueves, 2 de febrero de 2012

Calor Desnudo. Richard Castle.


     Supongo que era obvio que una serie en la que se mezclan una trama policiaca y un escritor de best-sellers, que escribe novela negra, como protagonista iba a ser un imán para mí. Desde luego que lo fue, desde el primer capítulo. No me costó nada encariñarme con los personajes y disfrutar de sus aventuras. Sabía de antemano el tipo de serie que me iba a encontrar, ligera y fácil de ver, como no me esperaba más no me pudo defraudar y reconozco que me lo paso realmente bien viéndola.



      Las novelas que han surgido de ella ya son otro tema y hay opiniones para todos los gustos. La primera la leí hace tiempo y, no sé por qué, no la reseñé, puede que aún no hubiera estrenado este blog. Me gustó, fue como disfrutar un capítulo largo de la serie ya que, inevitablemente, yo le puse a los personajes del libro sus caras televisivas. Me pareció una lectura entretenida, sin pretensiones pero que cumplía con los objetivos del lector y le hacía pasar un buen rato. Mantenía el humor y la frescura a la que nos tiene acostumbrados en la pantalla y su ritmo era ágil. En fin, que no me arrepentí de meterla en mi lista de pendientes.

      Como en Navidad las series de la tele se van de vacaciones pensé que sería un buen momento para animarme con la segunda entrega y ver en qué andaban esta vez la detective Nikki Heat y el periodista Jameson Rook.

      El libro empieza con un asesinato, claro, el de la columnista de cotilleos Cassidy Towne, quien, a base de contar los escándalos de los demás se ha ganado una reputación, una posición y una larga lista de gente a la que le gustaría verla muerta, ¿por dónde empezar a investigar? Nikki va a encontrar ayuda en la última persona a la que le gustaría tener al lado, Jameson Rook. La historia personal de ambos pasa por un momento complicado y la detective preferiría no tener que verle pero reconoce que puede ser útil a la hora de encontrar al culpable del crimen ya que Rook preparaba un artículo sobre la periodista y la había acompañado en sus últimos días.



      A partir de ahí todo se irá complicando, la lista de sospechosos irá creciendo y la investigación tendrá que cambiar el rumbo varias veces.

      Debo decir que esta vez no me lo ha pasado tan bien leyendo y os explico el motivo.

      Creo que lo mejor que tiene esta serie es su humor, el hecho de que el personaje de Richard Castle sea simpático y a la vez muy humano y que los demás personajes le acompañan sepan jugar con ese humor y esa simpatía en situaciones complicadas. Teniendo en cuenta la cantidad de series policiacas que hay ahora mismo lo original de esta es precisamente eso, su frescura. Bueno, eso y que el protagonista es escritor.

      El primer libro de esta saga sabe jugar esa baza y además, conseguir que el caso no nos recuerde demasiado a la serie y nos mantenga intrigados.

       Esta vez, para mi gusto no ha sido así, continuamente vemos cosas que han ocurrido en la serie de televisión con lo que tenemos la sensación de que leemos algo que ya conocemos, no nos sorprende y todo es demasiado previsible.

     Además, el humor, los guiños al lector y la frescura de la que antes hablábamos desaparecen casi por completo. Nikki Heat está demasiado angustiada durante toda la novela y Rook demasiado pendiente de conseguir que le perdone y que vuelvan a estar como antes. Tampoco la relación con el resto de los personajes, léase los Roach, en la serie los detectives Brian y Expósito, es como debería ser, no fluye y la camaradería brilla pro su ausencia.

      Por si esto fuera poco, hay tantos personajes secundarios e insignificantes a lo largo del libro que yo acabé hecha un lío y teniendo que volver atrás varias veces para aclarar ideas. Si a esto le sumamos demasiadas descripciones que no aportan gran cosa y mucha menos acción de la esperada, el resultado es bastante flojo, ¿no? Una novela que se presentaba como divertida y entretenida se ha convertido, por lo menos para mí, en demasiado larga y con poca miga. No me he sentido cómoda con los personajes y sus relaciones, no me he reído, apenas he sonreído alguna que otra vez, no he sentido demasiada intriga y estaba deseando terminar para poder soltarla de una vez. Ni siquiera el romance entre Heat y Rook, ha conseguido despertarme durante la lectura.



      En fin,que me ha decepcionado bastante, entre otras cosas porque me parece poco coherente. Me gusta mucho la novela policiaca pero no leo estos libros porque lo sean, hay un montón de escritores a los que acudir si es eso lo que busco. Lo que yo quería, creo que como todos los que leen esta saga, era reencontrarme con amigos y vivir aventuras, pasarlo bien,como cuando veo la serie, sin más, disfrutando de las semejanzas y diferencias de los libros y la pantalla.

      Está claro que me equivoqué, no sé quién escribe estos libros pero, si lo que quería era dar un giro a sus escritos, para eso, prefiero leer otras cosas y si pretendía mantener el nivel del otro,sintiéndolo mucho, no lo ha conseguido.

      A lo mejor yo elegí mal el momento y a otros asiduos a esta serie no les ha decepcionado pero yo no tengo muy claro si me animaré con el siguiente, de momento creo que no.

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